Opinión

Breve recuento de la violencia en Colombia y una propuesta para salir de ella

Y entonces aparecen los ecos de siempre, ¿Estamos condenados a sobrevivir en medio de la violencia? ¿Tendremos que seguir enterrando a niños y jóvenes que tenían toda la vida por delante?

Por Juan Centeno

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(Fuente: El Colombiano)

En la segunda semana del mes de agosto de 2020, en Colombia se escribía otra página de violencia y dolor de un libro ya repleto de éstas. En el lapso de cinco días, aparecieron dos jóvenes asesinados en los límites de los departamentos de Cauca y Nariño, cinco jóvenes se encontraron sin vida y con signos de tortura en Cali, Valle del Cauca y otros 9 jóvenes más fueron masacrados indiscriminadamente en Samaniego, Nariño, al sur del país. Los móviles de estos homicidios aún no están establecidos, las investigaciones son lentas y la impunidad campea en un país que irónicamente es el segundo a nivel mundial con mayor número de abogados por cada 100 mil habitantes.

El país está en búsqueda de respuestas. Y entonces aparecen los ecos de siempre, ¿Estamos condenados a sobrevivir en medio de la violencia? ¿Tendremos que seguir enterrando a niños y jóvenes que tenían toda la vida por delante? ¿Es verdad que no somos un país sino una fosa común con himno nacional? ¿Somos un país de mierda? No lo sé. No lo creo. Me niego a que esa sea nuestra suerte. En la búsqueda de una explicación -que también es un leve consuelo- a nuestra violencia eterna, me pareció indicado mirar atrás para entender de dónde venimos y para donde vamos o no vamos, para al final de este escrito, plantear la que considero, es la ruta que se debe seguir con el fin de evitar que continúe nuestro ciclo de muerte.

El 26 de septiembre de 2016, el gobierno colombiano, en cabeza del presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia Ejército del Pueblo (FARC EP) suscribieron el “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera tras 4 años de negociaciones en la ciudad de La Habana. La firma del Acuerdo suponía – un poco simbólicamente- el fin de un conflicto interno cuyo inicio no es muy claro, pero que trataré de explicar a continuación, con un recuento histórico desde inicios del Siglo XX.

La guerra de los mil días y la semilla de las mil y una guerras

El camino no iniciaba fácil. Colombia le daba la bienvenida al Siglo XX en medio de la denominada Guerra de los mil días –enfrentó a los partidos tradicionales colombianos, el conservador y el liberal-, que como lo explica el historiador César Torres del Río en su libro “Colombia Siglo XX, desde la guerra de los Mil Días hasta la elección de Álvaro Uribe ”ponía en primer plano las distintas propuestas sobre modelos y mecanismos de control social desde el Estado y acrecentó las diferencias en torno a las variadas maneras de concebir y ejercer la democracia del poder; también cuestionó la hegemonía cultural de la Iglesia y la subordinación a esta del orden político”.

La guerra de los mil días finalizó en 1902 mediante la suscripción de los tratados de Neerlandia, Wisconsin y Chinacota, pero ya era muy tarde y el daño estaba consumado. Aproximadamente 100.000 muertos en un país que para ese entonces contaba con una población de 4.000.000 de habitantes. Un Estado empobrecido que había gastado los recursos del desarrollo financiando la guerra, y de ñapa, el robo de Panamá orquestado y financiado por los Estados Unidos de Norteamérica.

Los años posteriores fueron un poco de transición en términos de conflictividad armada directa, aunque se sembraron las bases para las violencias futuras. En términos políticos, en Colombia se vivía el período conocido como “la hegemonía conservadora” (1890-1930). Para no extenderme, de este período rescataré tres sucesos importantes que marcan profundamente la historia de la violencia colombiana 1) La masacre de las bananeras, que segó la vida de un número no establecido de trabajadores a manos de la United Fruit Company en diciembre de 1928, hecho que fue denunciado por Gabriel García Márquez en su novela “Cien años de soledad”, 2) La llamada insurrección de los bolcheviques del Líbano- municipio del sur del Tolima, ubicado en la zona en que naciera años después la guerrilla de las FARC y 3) El asesinato de Gonzalo Bravo Pérez, estudiante de derecho de la Universidad Nacional de Colombia, en medio de una protesta estudiantil, quién es reconocido como el primer mártir de la lucha estudiantil colombiana.

El fin de la hegemonía conservadora llegó con el inicio de la llamada República Liberal (1930-1946), período del que también rescataré tres sucesos que considero importantes como lo son1) La guerra limítrofe con Perú en 1932, que desnudaba las falencias de un estado en construcción 2) La recuperación de espacios políticos – no sin su cuota de violencia- en las regiones a manos del partido liberal, que venía con una agenda política más social, pero también con las heridas aún muy frescas de los abusos de los conservadores en su periódico hegemónico y 3) La aparición como figura política de gran magnitud de Jorge Eliécer Gaitán “El Caudillo del Pueblo”.

el 24 de julio de 1956, los dirigentes liberales y conservadores – de quiénes Gabriel García Márquez dijo “la diferencia es que unos van a misa en la mañana y otros en la tarde”- firmaron en España el Pacto de Benidorm

De Bogotá a Benidorm y de Benidorm a Marquetalia

Gaitán fue un revolucionario. Su cercanía en formas y fondo al pueblo le generó gran reconocimiento y aprecio popular. Cuestionó al establecimiento conservador y al liberal sin importar que este último fuera su propio partido. Y principalmente, planteó la existencia de un país político y un país nacional para remarcar los caminos distintos que transitaba la oligarquía colombiana, en contravía de las necesidades del resto de ciudadanos, principalmente de las zonas rurales, que para ese entonces eran la mayoría de la población.

Siendo candidato a la presidencia y con grandes opciones de llegar al cargo, cayó asesinado el 9 de abril de 1948 en la calle principal de Bogotá, la capital colombiana que quedó destruida después de la muerte del caudillo. Su muerte iniciaba La Violencia, considerado, uno de los períodos más violento de nuestra historia, tanto así que el sustantivo se convirtió en el nombre propio. Nos adueñamos de la violencia en un mundo que salía bastante golpeado de la recién finalizada Segunda Guerra Mundial.

El asesinato de Gaitán fue la chispa que el país hirviendo necesitaba para prenderse en fuego definitivamente. La recuperación del poder político por los liberales después de la hegemonía conservadora y la reconquista por parte de estos últimos en 1.947 había generado roces violentos en las regiones y ambos bandos estaban exaltados y en estado de alerta. Entonces el fuego ardió. Miles de ranchos y fincas azules y rojos-los colores que identificaban a ambos partidos políticos- se quemaron. Y muchos cuerpos flotaron en los ríos y circularon por las plazas, sin cabeza, sin manos, o con el corte de corbata o de franela hecho a la medida. Muchas mujeres y niñas fueron violadas. Muchas familias tuvieron que huir con una mano adelante y otra atrás. Los que eran vecinos se convirtieron en enemigos. El país político condenó a muerte al país nacional. Un resumen de lo que se vivió en Colombia en ese período de tiempo se encuentra en la canción A quién engañas abuelo”, un bambuco de la autoría de Arnulfo Briceño que es interpretado por el tradicional dúo musical colombiano Silva y Villalba.

Después de casi de 13 años de derramamiento de sangre, en su inmensa mayoría, de habitantes de las zonas rurales de Colombia, el 24 de julio de 1956, los dirigentes liberales y conservadores – de quiénes Gabriel García Márquez dijo “la diferencia es que unos van a misa en la mañana y otros en la tarde”- firmaron en España el Pacto de Benidorm, que no fue más que la repartición del poder entre los dos partidos tradicionales mediante la alternancia de la presidencia, olvidando que nuevas ideas y fuerzas políticas habían surgido en Colombia.

Estas nuevas fuerzas políticas eminentemente campesinas y que tuvieron origen en las guerrillas liberales organizadas para defenderse de los ataques de los conservadores, desembocaron en el nacimiento de la guerrilla de las FARC, cuyo mito fundacional se remonta a mayo de 1964, mes en el cual el Ejército colombiano lanzó una ofensiva militar conocida como “Operación Soberanía”, en la zona conocida como Marquetalia, lugar de asentamiento de los guerrilleros y de sus familiares, quiénes vivían allí en una especie de paraíso socialista-campesino, lo que generaba gran temor y desconfianza en los altos cargos del Estado.

La respuesta al ataque quedó plasmada en las consignas que la guerrilla lanzó en el Programa Agrario aprobado por su secretariado, el cual, como lo describe Alfredo Molano, en su libro “A lomo de mula, viajes al corazón de las FARC”, “convocaba a la lucha por una reforma agraria auténtica: que cambie de raíz la estructura social del campo, entregando en forma gratuita la tierra a los campesinos que la trabajen o quieran trabajarla, sobre la base de la confiscación latifundista” y además decía que “los colonos, ocupantes, arrendatarios, aparceros agregados recibirían títulos de propiedad sobre los terrenos que explotaran y se crearía la unidad económica en el campo e hizo un llamado al Frente Único del Pueblo”.

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Nueva guerra. Nuevos actores. Viejos problemas

Además de la guerrilla de las FARC, surgieron otros movimientos guerrilleros como el ELN, el EPL, el M-19 o el Quintín Lame. Estos grupos, a pesar de tener distintas ideologías, como marxismo – leninismo, bolivarianismo, nacionalismo de izquierda, indigenismo e incluso, la teología de la liberación, coincidían en algunos puntos como son, la necesidad de una profunda reforma agraria que permitiera el acceso a la tierra a campesinos y comunidades étnicas, la participación en política de sectores distintos a los tradicionales, y en general, la eliminación de las desigualdades sociales y económicas existentes en el país. El punto máximo de convergencia entre las guerrillas se dio en 1987, con la fundación de la Coordinadora Nacional Guerrillera Simón Bolívar, la cual tiempo después se desintegró.

Pocas cosas rescatables salieron de estos nuevos actores armados – tal vez la Constitución de 1991, en la que la desmovilización del M-19 tuvo un papel preponderante-. La guerra se degradó a niveles demenciales. Las guerrillas perdieron su norte. Secuestros masivos, utilización de minas antipersonal, atentados que no distinguían a combatientes de población civil, voladuras de torres eléctricas que dejaban a poblaciones enteras sin energía, y un sin número de prácticas que generaron en la población colombiana un fuerte rechazo y desvirtuaron los ideales de la guerillerada, que a priori, eran pertinentes en un país, que al día de hoy sigue siendo de los más desiguales del mundo.

La respuesta fue aún más violenta y desproporcionada. Se conformaron grupos paramilitares que lanzaron una ofensiva militar contra las guerrillas, pero que por omisión o en connivencia con el Estado, terminaron arremetiendo contra de la población civil, siendo los responsables de un gran número de masacres como lo son la de El Salado, La Rochela, El Aro o la de Chengue, por poner algunos ejemplos.

Y como si no fuera suficiente, la aparición del narcotráfico terminó financiando el conflicto y dejando una estela de sangre propia en su guerra frontal contra el Estado. Este actor sigue siendo determinante, y actualmente representa la mayor amenaza en los territorios rurales ya que las disputas y asesinatos que se vienen presentando, se explican en buena medida por el control de las rutas de transporte y zonas de cultivo de droga, principalmente para la producción de cocaína. No lo abordaré con la profundidad que merece, pero sugiero a la persona que esté interesada investigarlo-en lo posible no a través de las telenovelas de Pablo Escobar-.

Cifras que duelen y una propuesta.

El saldo negativo de este conflicto fue inmenso, cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica, en un período de tiempo comprendido entre 1958 a 2018, hablan de 261.619 personas asesinadas, 177.719 asesinatos selectivos, 4.210 masacres, 68.431 personas desaparecidas, etcétera, etcétera. Cifras que duelen y que peor aún, ya están desactualizadas y no paran de crecer a pesar de la esperanza que nacía con la suscripción del Acuerdo de Paz que mencionaba al principio del escrito y al que vuelvo porque considero que de su implementación depende en buena parte el destino de Colombia.

El Acuerdo contempla 6 puntos que abordan integralmente las causas del conflicto y que plantean las posibles soluciones, estos son 1. Reforma Rural Integral; 2. Participación política; 3. Cese al fuego y reincorporación; 4. Drogas ilícitas; 5. Víctimas y Justicia. y 6. Verificación y refrendación. Pero la implementación no ha sido lo esperado, y el riesgo de que este termine siendo un saludo a la bandera es latente. Los asesinatos de líderes sociales y excombatientes muestran un déficit en la implementación de algunos de sus puntos, y la sensación generalizada es que falta voluntad política para cumplir con lo acordado.

La implementación integral del Acuerdo debe ser el camino. Es el paso en la dirección correcta. Es el mejor y tal vez el único homenaje posible a las víctimas. Es construir un verdadero proyecto de Nación a partir de las regiones y de manera participativa -hecho que lo diferencia de anteriores acuerdos para finalizar conflictos, como el mencionado Pacto de Benidorm-. Es saldar una deuda histórica con los campesinos, con los negros y los indígenas y con el resto, que somos también ellos, porque de allá venimos y porque les debemos mucho. Es devolverle la dignidad a un país y a su gente que en estos días está triste, pero que, como le decía Alfredo Molano Bravo a su nieta en su libro póstumo “Cartas a Antonia”, tiene que levantarse y echar la pata pa´lante, como siempre lo hemos hecho.

Posdata: Recomiendo a quienes quieran conocer más sobre el conflicto armado en Colombia leer el Informe ¡Basta Ya! del Centro Nacional de Memoria Histórica.

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Juan Centeno es Abogado de la Universidad del Rosario..

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