Crónicas de las que resisten
Cuatro nenas y un varón
Por Laurie Alice Vera Jiménez
- 08-03-2021
Abuela y yo compartíamos todas nuestras tardes juntas yendo a misa o a reuniones católicas donde, la tradición era repartir bocaditos y chocolatadas. Les niñes, en nuestro fanatismo dulcero, quedábamos en intercambio, quietecitos durante unas dos horas de rezo. Esta es una tradición bastante recurrente en los pueblitos católicos del Paraguay y un recuerdo que tengo con ella, veintidós años después, empieza a ser borroso. No la conocí muy bien, tenía once años cuando falleció, de un ataque al corazón.
Mi abuela, aunque escondida detrás de la figura de su marido, era una matriarca; la que sostenía toda la familia, para que no se desmorone. Del matrimonio con mi abuelo, nacieron mi mamá, la primogénita, y mis tres tíos. Abuela, fue heredera de tierras agrícolas y de la tradición de tener la chacra al fondo del jardín. Lastimosamente, desde los primeros recuerdos que tengo, ya solo le quedaban una vaca y un par de cerdos, los desfalcos económicos de su hijo menor les habían hecho perder todo, o casi todo, a excepción de la casa principal, donde vivíamos entre once personas.
Mis abuelos, venían del interior del país, migraron del campo a la ciudad. Mi difunto abuelo fue un hombre distante, avaro, mal humorado, infiel y acosador sexual de las jóvenes que venían a ayudar a mi abuela en los trabajos de la casa. Tengo de él muy malos recuerdos, sin embargo, yo fui su nieta preferida, la única que lo ayudó luego de la muerte de mi abuela.
Mis papás, mis hermanes y yo, tuvimos que ir a vivir a la casa de mi abuela, a raíz de la cadena de problemas económicos, y el desempleo de mi papá. “No hay mal que dure cien años”, se consolaba ingenuamente.
Mamá se embarazó antes del matrimonio, la casaron a toda velocidad para evitar “el qué dirán”. Cuando nos quedamos sin casa, mis padres ya tenían cuatro hijas y un niño pequeño. A mi hermana mayor, que había sido objeto de la reconciliación familiar, le pusieron el mismo nombre que mi abuela.
Crecí siendo testigo del odio de mi abuela hacia mi papá, él se había robado a su primogénita, la de las “las buenas costumbres”, destinada a casarse con un hombre “de sociedad”. Mi padre, un hombre bueno como el pan, siempre trató de darnos una visión del mundo bastante mágica, buscaba en situaciones “normales” de la vida, explicaciones sobrenaturales, como todo buen cristiano, excluía cualquier grado de responsabilidad a las acciones humanas.
En los años previos al desembarco en la casa de mi abuela, cuando íbamos de casa en casa, nació mi hermano, “el gran milagro”. El sueño de mi papá era tener un hijo varón luego de cuatro nenas. La fábrica de hijes se había cerrado conmigo, en teoría, pero apareció este accidente que afianzo aún más su creencia en el misticismo, los eventos sobrenaturales y en el niño prometido.
Con el paso del tiempo, y en la madurez de la edad adulta, pude apreciar mi vida familiar objetivamente, desde la distancia, durante los años en que viví en Paris. Los eventos que considerábamos parte de una especie de “orden divino”, responden únicamente a una sociedad mal organizada, donde los servicios públicos no hacen su trabajo, donde las personas no poseen un seguro de desempleo, ni una política accesible para una vivienda digna, mueren en los pasillos de los hospitales, donde les niñes están en las calles pidiendo limosnas y las mujeres son violadas. Todas estas “tragedias”, “voluntad de Dios” o de la mala suerte, pueden ser evitadas con un Estado que funcione.
Al “género del poder”; el patriarcado y al neoliberalismo empecé a comprenderlo en profundidad el día en que mi padre sufrió un ACV. Cayó al suelo mientras hacia sus oraciones diarias una mañana. Estábamos desolades, el ser que más amábamos quedó postrado en cama, consciente, pero sin poder mover nada de su cuerpo. Entre les cinco hermanes tuvimos que pagar una alimentación especial, dos enfermeras y medicamentos. Desde hace once años apoyamos y sostenemos el estado de discapacidad de mi padre, sufrimos y tratamos de sobrevivir a este modelo neoliberal donde los servicios públicos pertenecen solamente a aquelles que tienen el dinero para pagarlo, y aún con todos los sacrificios, no conseguimos darle la calidad de vida que cualquier ser humano merece.
Mi madre nunca trabajó, mi padre no la dejaba; los celos y la “desconfianza” estaban bien presentes en sus creencias, al igual que el afán de cargar con toda la responsabilidad de provisión. Mi mamá se quedó en casa a criarnos y papá nunca volvió a encontrar trabajo. La presión por ser el “pater familias” del modelo patriarcal fue tan intenso que terminó por destruirlo. Él siempre creyó que la felicidad solo podría constituirse al ser un gran patrón del capitalismo financiero. Su cerebro hizo cortocircuito comprobando que ese sueño era imposible, sobre todo viniendo de una clase social sin capital.
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Viviendo en el mismo sistema patriarcal-capitalista, a mis 33 años, tengo una hermosa profesión y me he dado cuenta de que tampoco tengo lugar en un sistema como éste. Como arquitecta he tenido que confrontar hombres que me ven de manera inferior a causa de mi género, no me contratan por ser mujer, no recibo el mismo sueldo que a un hombre, y encima, no puedo vivir una vida tranquila, cargo con el miedo de que me violenten al salir a la calle. Toda mi vida sufrí acosos sexuales, porque tuve la osadía de viajar en trasporte público o de querer utilizar los espacios públicos, triste realidad, no podía hacerlo tranquila sin que un hombre me llevase del brazo. Son incontables, la cantidad de veces que me acosaron sexualmente en esos espacios. Recuerdo la primera vez, tenía nueve años, sí, ¡9 años! Un anciano me tocó la vulva en el bus, a la luz del día, nadie me defendió. Fue la primera de una serie de acosos pederastas hasta mis 16 años, cuando comprendí finalmente, que salir sola a la calle no era un derecho para “señoritas” como yo. En Paraguay, las mayores víctimas de acosos sexuales son niñas pequeñas.
En la pequeña sociedad paraguaya, como mujer no existen posibilidades de encontrar disfrute en nuestro cuerpo o goce de nuestra sexualidad, eso solo es permitido para los hombres. La doble moral esta por todos lados, si tienes una sexualidad diversa debes esconderla, sino corres el riesgo de ser juzgada, excluida y asesinada. Es necesario casarse antes de los 30, como tope.
Hoy en día, mi personalidad y mi amor propio sufre de culpa por las agresiones sexuales que marcaron mis relaciones íntimas. Crecí creyendo que necesito un hombre que me proteja, pensamiento incubado en el cerebro de las mujeres dentro del patriarcado, porque una no vale por sí misma, es sólo un objeto, del cual el hombre es propietario.
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Como miembre de una familia numerosa con cuatro nenas, tarde mucho en reconocer y aceptar que mi relación de “hermandad” no existía, yo era la menor , la competencia. No fue hasta la pubertad que me pregunté por qué mis hermanas no me querían. Mi papá me decía, que era porque me tenían envidia, sin siquiera caer en cuenta que todo, los medios de comunicación, los juguetes, las princesas de Disney, y él mismo, perpetuaban esas rivalidades entre nosotras. La sororidad femenina es algo completamente desaprendido en la sociedad en la que crecí. A los 13 años, salí huyendo de un colegio femenino, la rivalidad era algo duro de confrontar, cualquier excusa era válida; la ropa, las calificaciones o la apariencia física. Me ha costado conseguir verdaderas amigas, la sociedad nos impregna la cabeza con la idea de que debemos competir por el amor sólo de los hombres, comenzando con nuestros padres.
Hoy, sigo en búsqueda de respuestas a los porqués de mis conflictos y traumas. El feminismo y la deconstrucción de creencias me han ayudado a analizar racionalmente los sucesos de mi vida y a entender el mundo que me rodea. Es dura la vida cuando creces aislade, consumiendo lo que te dicen los medios de comunicación, creyendo en un “un hombre-dios” salvador que al mismo tiempo te “prueba” y envía injustos “desafíos”. Pasó bastante tiempo hasta que entendí que los verdugos de este “un hombre-dios” son otros hombres; en el poder, en la calle, en la casa.
La ausencia de mi abuela cambio mi vida, quedamos vulnerables y terminamos por colapsar con el accidente de mi padre. Mi abuela, trató en vida, de construir un camino de salida para nosotres, pagando nuestros estudios, por eso si ella no pudo escapar del sometimiento patriarcal, al menos nosotres debíamos hacerlo. Mi madre, luego de tantos años tristes tampoco logró liberarse, quedó sometida, con la autoestima destruida, con problemas psicológicos, como enfermera de mi padre y condenada a depender de la solidaridad de los otres.
En la historia de mi familia, como en la de muchas otras, las imposiciones y pactos patriarcales estructuran nuestras vidas, y rebelarnos es arriesgar la vida. A mis abuelas y a mi madre, la rebelión les fue negada y aceptaron la sumisión para sobrevivir. Una parte de mi quiere creer que, finalmente, estamos para dar juntes el empuje definitivo y necesario para romper el pacto con el patriarcado, aliarnos como hermanas, y cumplir los sueños de libertad de nuestras ancestras, pues, las únicas que profesionales y exitosas de la familia. Mi abuela estaría orgullosa, la unión de mis padres que tanto la desilusionó, le dio cuatro nenas y un varón; universitaries, solidaries y consientes del mundo que les rodea.
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Laurie Alice Vera Jiménez es Feminista, Arquitecta, Investigadora. Egresada de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Artes de la Universidad Nacional de Asunción. Máster “Historia y civilizaciones comparadas”-“Ciudad, arquitectura y patrimonio” de la Universidad Sorbona Paris7 en conjunto con la Escuela Nacional Superior de Arquitectura Paris Val de Seine (ENSAPVS). Especialidad en de-colonización de las estructuras del poder y del saber en América-latina.