Política Cultural

Martes, 22 de octubre de 2019

La complejidad de lograr una auténtica política pública cultural

“El gran problema que enfrenta cualquier Estado en la implantación de la política pública cultural reside en las reglas que se han impuesto en las últimas décadas para su diseño y aplicación, haciendo virtualmente imposible ajustar dicha política al modelo de gestión por resultados actual

Por Jaime Bravo Déctor

Fotograf'ia Francisco Toledo (Fuente: México desconocido)

La política pública es aquella que soluciona un problema público. Es una definición que de tan sencilla no deja ver su propia complejidad. Luis F. Aguilar ayuda mucho a la profundización de esta definición, cuando nos dice que un problema público debe ser un asunto genuinamente de interés general, y de preferencia elegido a través de un consenso emanado de la opinión, debate y acción de la mayoría, en una forma transparente, visible, legal y carente de una visión enfocada a la exclusiva búsqueda de una aprobación que derive en mayor poder o un mayor número de votos en las urnas. Cuando hablamos de solución, topamos con el siguiente problema ya que el mejor plan podría echarse abajo por los actores involucrados cuando no son tomados en cuenta de forma anticipada. Ayuda también recordar que sólo el gobierno puede hacer política pública, y que debe hacerlo tomando en cuenta los costos de oportunidad, de operación, y en una franca búsqueda de reducir al máximo los dispendios, la corrupción, el endeudamiento y sobre todo el peor pecado de la administración pública: arrojarle dinero a un problema esperando que eso lo resuelva.

En la política pública cultural, la complejidad se vuelve exponencial. Para varios intelectuales culturales, entre ellos Adorno y Garretón, el Estado a través de sus instituciones culturales no tiene más injerencia en el tema que ser el facilitador de la base legal que permita proteger y difundir la cultura asegurando el financiamiento de los proyectos culturales de su población. Adorno es muy puntual al decir que a la cultura se le perjudica si es el Estado quien la planea y la administra, pero si el Estado la abandona, ésta podría quedar condenada a perder su propia existencia. Esta visión ha permeado entre los grupos culturales y las instituciones públicas encargadas a lo largo de las últimas décadas, específicamente a partir de principios de los ochentas con los acuerdos alcanzados en la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales de 1982, realizados por la UNESCO en México, y consolidadas a través de un lineamiento que García Canclini llamó “democracia participativa” y que consiste básicamente en una organización autogestora de las actividades culturales a fin de lograr cubrir sus propias necesidades culturales.

Los problemas para el Estado de trabajar bajo ese esquema no son desdeñables. Obviemos por un instante la pérdida total del control de la política pública cultural. El simple cumplimiento de la normatividad que aplica a todas las instancias públicas de reportar los beneficios de la actividad cultural bajo ese sistema es prácticamente imposible. Basta ver los informes de las instituciones culturales para darse cuenta de esta situación. Son todos informes de gestión, incluso los llamados estratégicos: Se hicieron 3 centros culturales, se exhibieron 1200 películas en 100 poblados diferentes, se realizaron 50 muestras pictóricas, se hicieron 180 proyectos culturales en diversas regiones. Pero cuando se analiza el impacto hacía los beneficiarios de todos esto, no hay una respuesta. Se asume siempre que el impacto fue positivo y que no necesita profundizarse más en este tema. Cuando mucho, los informes que llegarán a las oficinas centrales dirán que el dinero se gastó correctamente, completamente y a tiempo y con un poco de suerte vendrá anexada una encuesta que especificará el nivel de aprobación de los asistentes hacía el evento. Pero nada más.

Esto es producto de un efecto llamado “buonismo cultural”, el cual nos impele a creer que todo lo que es cultural es positivo; cada actividad cultural sólo puede dar por resultado algo bueno en la vida de la gente. Esta idea es por demás incuestionable y, evidentemente no es gratuita, se basa en nuestra propia experiencia de que la cultura ha transformado nuestra vida, no una, sino en múltiples ocasiones. El problema es que tendemos a verlo sin entender que en nuestra situación particular hemos recibido miles de impactos culturales a través de nuestra existencia y sólo algunos de ellos han tenido efectos realmente transformadores, mientras la gran mayoría han pasado de largo entre el aburrimiento, la indiferencia y la mera diversión. Empíricamente nos es claro que en un mayor rango de exposición a actividades culturales, cada vez menos actividades realmente producen un impacto en nosotros porque en nuestra experiencia ahora las comprendemos y apreciamos mejor. Por eso no debemos comparar una actividad pública desde nuestro rango de experiencia más alto, sino desde nuestro rango más bajo para entender que no toda actividad cultural produce un efecto positivo en la población beneficiada, y que evaluarlo desde la perspectiva del mero entretenimiento no es un beneficio realmente valioso de alcanzar cuando se comprende el beneficio transformador de la cultura cuando la actividad correcta llega a la persona correcta.

Por ello la política cultural requiere una evaluación de impacto clara, una resolución cuantificable de un problema público, dejar de lado el reporte de los medios de solución, y gestión, así como el nivel de aprobación de la población a una actividad determinada y empezar a reportar medidas de impacto. Una valoración clara entre la efectividad de una actividad cultural y otra, y sobre todo un porcentaje de resolución de problemas públicos específicos, como sería el nivel porcentual de recuperación del tejido social, el nivel de solidaridad de la gente con su comunidad, el nivel de enculturización o neoculturización deseado alcanzado o cualquier otro porcentaje que demuestre que la actividad cultural resuelve problemas públicos culturales reales, y no sólo fantasías, deseos y caprichos de quienes tienen la última palabra en el tema en cada población donde los recursos públicos culturales se aplican.

Jaime Bravo Déctor es Candidato a Doctor en Políticas Públicas por el Instituto de Investigaciones Económicas y Empresariales (ININEE) de la Universidad Michoacana de San Nicolas de Hidalgo.