Opinión

La paz de los muertos

En las calles y en las plazas existe una voluntad legítima y poderosa de cambiar las cosas, las muchísimas cosas, sistemas, estructuras y mecanismos que han sido y siguen siendo explotadores, esclavizantes y colonialistas.

Por Rafael Ramírez Eudave

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Momumento de Cristóbal Colón de México y Estatua a Isabella Católica en Bolivia vandalizada

En Ciudad de México, durante la víspera del Día de la Raza, cundió la amenaza de derribar la estatua de Cristóbal Colón localizada en Paseo de la Reforma. El gobierno capitalino, no obstante, sorprendió con un movimiento inesperado: su retirada para realizar trabajos de restauración. Mientras tanto, la alcaldesa Claudia Sheinbaum sugirió que es oportuno reflexionar sobre el explorador. La historia del Colón de Reforma se suma a otras efigies que han sido vandalizadas o derribadas en lo que suele contextualizarse como un repudio al colonialismo.

Más allá del abismo conceptual que encierra «la Raza» (que en México tiene día, monumento, estación de metro y glorieta), la retórica de repudio a Colón tiene muy poco de original o de reciente. De hecho, forma parte de un aparato formado de manera consciente como parte de la propaganda nacionalista, la llamada «historia de bronce». Una narración con tintes historicistas en la que los pueblos americanos precolombinos conformaban una arcadia idealizada que fue destruida hasta sus cimientos tras las imposiciones hispánicas, para luego vivir bajo tres siglos de vasallaje, esclavismo y explotación que culminaron con una gloriosa gesta independentista sobre la que se construyó nuestro país. Una narración que, sobra decirlo, hace agua por todos lados.

La historia de bronce forma parte de un conveniente aparato que explota una de nuestras vulnerabilidades culturales más evidentes, la de la construcción de nuestra identidad nacional. Un país tan diverso y con tantas transformaciones violentas difícilmente puede consensuar una identidad única, lo que es desventajoso desde el punto de vista de un poder hegemónico que pretende legitimarse como vox populi. A los mexicanos se nos educó con una historia dicotómica y maniquea, compuesta por héroes y villanos maliciosamente exagerados; un panteón y un basurero que resumen nuestros lugares comunes: el repudio a los españoles, la admiración hacia los pueblos indígenas (a condición de que ya no existan), la celebración de la independencia excluyendo al que la consumó (un español), celebrar como «Revolución» a una guerra civil (así es, se celebra como una fiesta), etcétera. Como nota curiosa, en 1930 el gobierno mexicano intentó (sin éxito, claro está) que Quetzalcóatl fuera nada menos que el símbolo de la navidad, considerándolo un contrapeso a los «extranjerizantes» Reyes Magos y al hombre gordo del traje rojo.

Para quien piense que esas simplificaciones ad absurdum de la historia son una exageración, baste el ejemplo del presidente de México, que a los pocos días de haber recibido la investidura hizo un pedido público al Rey de España y al Papa para que pidiera perdón a los pueblos originarios. Es aquí que conviene presentar otra cara de esta historia de bronce: su utilidad. Interpelar al otro puede ser una manera muy convincente de eludir la responsabilidad, sobre todo cuando el otro lleva quinientos años muerto. Vincular a los pueblos indígenas del siglo XXI con las acciones del siglo XVI puede resultar útil para capitalizar el abandono, la marginalidad y la injusticia aberrante en que viven.

“Nadie sabe para quien trabaja, pero cuando el enemigo es invisible (o peor aún, está muerto), es hora de empezar a sospechar de los vivos.”

La fabulación, no obstante, obvia las cosas más elementales, empezando por doscientos años de México independiente, que sostiene con esos pueblos originarios una deuda igual o peor de la que existía al inicio del siglo XIX. Obvia también que la España de hoy no solo no es la misma que del siglo XVI, sino que es una que llegó a nuestros días pasando por sus guerras civiles, su propia independencia y su dictadura. Obvia que las masacres fueron, principalmente, de origen viral. Obvia a Bartolomé de las Casas, a Pedro de Gante, a Eusebio Kino y a muchos otros. Obvia que los españoles que dejaron memorias de dolor y sufrimiento no son los ancestros de los españoles de hoy. Son, qué sorpresa, nuestros propios ancestros. Obvia que somos un pueblo enraizado en la hispanidad y en lo indígena; que venimos de sus luces y sus sombras. En resumen, obvia que nuestra búsqueda del enemigo remoto es una manera de esconder nuestra incapacidad para reconciliarnos.

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En las calles y en las plazas existe una voluntad legítima y poderosa de cambiar las cosas, las muchísimas cosas, sistemas, estructuras y mecanismos que han sido y siguen siendo explotadores, esclavizantes y colonialistas. El mismo día pero en otra latitud, el colectivo Mujeres Creando pintó y vistió de chola boliviana una escultura de Isabel de Castilla. Más allá de las muchas lecturas que tan potente gesto puede tener como reivindicación de la figura de la chola, existe un discurso subyacente que invita a reflexionar la vinculación que puede existir entre ésta e Isabel de Castilla. Claro está, Isabel murió mucho antes de que pudiera siquiera imaginar la explosión de mestizaje que se avizoraba en las Américas. De hecho, murió en 1504, años antes de cualquier colonización efectiva, diecisiete años antes de la fundación de Ciudad de México y cuarenta y cuatro antes de la de La Paz. La revisión de lo que damos por hecho en las figuras históricas es absolutamente necesaria, aunque signifique tocar llagas de corrección política. De hecho, es necesario desvincular nuestro pasado y nuestra identidad histórica de los lugares comunes de una corrección política útil para quien establece la narración. Parte de esa tarea es, naturalmente, reconocer que los colonialismos actuales podrán tener una raíz honda, pero que son mantenidos por grupos de poder e imposición que ya son generacionalmente distantes de aquellos del siglo XVI, reconociendo con justicia avances e incluso retrocesos.

Armar las aspiraciones del futuro desde un presente con pilares frágiles es hacerle un favor a quienes medran con discursos hechos a conveniencia. Los ejemplos son claros y están más presentes que nunca. Dirigir el malestar y el clamor por justicia social hacia los muertos o hacia los desconocidos es un favor tremendo para con los tiranos vivos. Mezclar indiscriminadamente la historia con la propaganda es uno de los trucos más viejos y eficaces para sostener lo insostenible, legitimando premisas falibles, explicaciones simplonas, unidades tramposas, héroes y antihéroes útiles, capitalizables y explotables. De la misma manera, combinar exigencias legítimas sobre premisas débiles es un desgaste innecesario para cualquier ejercicio de solidaridad y colectividad. Nadie sabe para quien trabaja, pero cuando el enemigo es invisible (o peor aún, está muerto), es hora de empezar a sospechar de los vivos.

Postdata. Díaz Ordaz fue presidente de 1964 a 1970. Llenó de sangre la plaza de Tlatelolco en la matanza del 2 de octubre de 1968, sosteniendo una guerra sucia auspiciada por la CIA. Dejó su nombre a ciudades, aeropuertos y a un barrio en Ciudad de México. La alcaldesa quiere cambiarle el nombre por ser el homenaje a un criminal. Los vecinos de la colonia, no obstante, preferirían seguridad y agua. Al buen entendedor.

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Rafael Ramírez Eudave es estudiante de doctorado en la Universidade do Minho, Portugal.

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