Cuento

Mis muertos

A mis muertos los tengo presentes por mi pasado. Me dejaron sola en la vida, pero me acompañan por las noches.

Por Alejandra Vizcarra Jonsson

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(Ilustración original de Abril Pruneda)

Mis muertos

Duermo boca abajo para estar más cerca de mis muertos. Mis muertos tienen voz, pero borré sus rostros de mi memoria. A veces creo que me tienen miedo, y tienen sus razones. En realidad no sé si su miedo es hacia mí o a regresar a esta realidad que los espera. Miedo del reencuentro con la vida.

A mis muertos los tengo presentes por mi pasado. Me dejaron sola en la vida, pero me acompañan por las noches. No tenemos la mejor de las relaciones, existe cierta animadversión entre nosotros. No hablamos mucho, ni me visitan todas las lunas, pero cuando vienen se quedan por un buen rato. Como dije, esos difuntos tienen sus razones para quererme ver sin vida.

A esos yo los maté, por eso son mis muertos, míos de mi propiedad y de nadie más. La verdad no me arrepiento de haberlos matado. Así quiero que se queden mis muertos, no me sirven de nada vivos.

Cuando no eran mis muertos, cuando estaban vivos, me hicieron mucho daño. Ellos me mataron poco a poco, sin piedad alguna. Maté a esos difuntos después de esa violación. Me arrebataron mi cuerpo y con ellos mis ganas de vivir. Lo que ellos no sabían es que junto con sus fluidos me penetraron sus ganas de matar.

Mis muertos me persiguieron, me desnudaron, me violaron y me mataron por dentro. Ellos me privaron de vivir. ¿Acaso no escuchaban mis gritos? ¿No sintieron mis golpes? ¿No vieron mis lágrimas? No, mis muertos sólo vieron un cuerpo desarmado listo para entrar a su campo de batalla. Lo que no tenía en cuenta es que ellos entraron con ventaja al campo, sí… tenían un arma y la usaron contra mí.

Era un miércoles cualquiera, iba saliendo de trabajar del restaurante. No era muy tarde, aunque ya estaba oscureciendo. Llevaba puesto unos jeans, una camisa - pensándolo bien, creo que esto no es relevante para la historia ni lo fue para mis muertos. Salí a la calle y caminé directo a la parada del camión cuando sentí que alguien me estaba persiguiendo.

Reconocí esas sombras, eran clientes frecuentes del restaurante donde trabajaba de mesera. Sus sombras olían a whisky en las rocas y a cigarros rojos, lo usual. Pero esta vez tenían un olor extra, algo peculiar. Seguí mi camino, apresuré mi andar, pero sus sombras cada vez se acercaban más a la mía, hasta que las tres se convirtieron en una.

Mi cuerpo dejó de pertenecerme.

Esta piel en la que vivo tenía sus marcas registradas.

Mi vagina cambió de propietario y otros residían en ella.

Mis muertos me dejaron unos kilos extras que tenía que cargar todos los días, a todas horas.

Desde entonces la vida era un sueño y tras su muerte un despertar.

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(Ilustración original de Abril Pruneda)

Iba a trabajar y ellos seguían frecuentando el restaurante; como si no hubiera pasado nada, como si no me hubieran violado hace una semana. Reconocí el olor peculiar que llevaban sus sombras esos días. Era el mismo olor que mi papá expedía después de regresar de una victoriosa cacería con sus amigos: poder. Mis muertos apestaban a poder después de usar mi violación como mecanismo de control. Tal vez ellos no sintieron el cambio en sus cuerpos, pero yo sí. Me convertí en un ente flotante, deambulando entre las calles más pasajera que los sueños.

Quería a mi cuerpo de regreso.

No estaba segura de cómo lo iba a hacer… hasta que hablé con la cocinera. No le había contado a nadie de la violación. Me daba pena, creía que me iban a juzgar, que me iban a decir de cosas, que me iban a culpar por ello, pero en ella encontré un refugio, apoyo.

Le conté a la cocinera y me preguntó qué quería hacer, ¿reportarlos? ¿acusarlos? ¿enfrentarlos?. Cuando le dije que quería hacerlos mis muertos no se sorprendió, sólo señaló el veneno para ratas que teníamos guardado en el closet, lo dejó en la mesa, me lanzó un sí con la mirada y se fue.

Es probable que no haya sido la mejor opción, estoy de acuerdo. Pero nadie me puede quitar la satisfacción que sentí al verlos retorcerse y morir poco a poco, como lo hicieron conmigo. Debía castigarlos.

Estoy segura que mis muertos tenían nombre y cara, creo que los recuerdo sentados tomando whisky y fumando, pero temo decir que tengo un vago recuerdo suyo en mi memoria. Ahora sólo tengo sus voces, que me hablan por las noches, y una pena de prisión, que me ha hecho vivir tras las rejas por ya varios años. Mis muertos me arrojaron a la cárcel, pero no me arrepiento de nada. Prefiero sus repentinas visitas nocturnas a esa maldita visita diurna.

Duermo boca abajo para estar más cerca de ellos, para que vean lo viva que estoy. A pesar de estar encerrada tras unos barrotes de metal nunca me había sentido tan libre. Al menos sé que puedo dormir sabiendo que hay dos violadores menos en las calles: dos desgraciados menos que debieron estar muertos desde hace mucho tiempo.

Nunca le confesé a nadie lo de la cocinera, “mi cómplice” como le dirían legalmente, creo que no hay necesidad. A ella no me la tocan, ni mis muertos ni la policía. La cocinera me salvó y me regresó la vida que me habían arrebatado.

Mi cuerpo ahora es mío.

Mi piel borró sus marcas y mi vagina regresó a su dueña original.

Ya no cargo con esos kilos extra en mi espalda.

Ahora cargo con una larga sentencia.

María Teresa Hernández. Sentencia de 23 años por homicidio múltiple.

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Alejandra Vizcarra Jonsson es disque estudiante de Relaciones Internacionales, apasionada por contar las historias de sus otras vidas, o sus alter egos (depende del día).

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