Crónicas de las que resisten

Sobre noviembre

Los meses siguientes y previos a ese noviembre, intenté encontrar alguna explicación o una solución que me evitara llamar la situación por lo que era y reconocer que yo era una víctima. Entre ensayos, proyectos, clases y evitando estar en silencio, me impedía detenerme a pensar sobre lo que ocurría. Pero ese torbellino de emociones y poca claridad en mi interior era un silencio cada vez más pesado y asfixiante.

Por autora anónima

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(Fuente: Naciones Unidas)

Quisiera borrar ese último día de noviembre de mi memoria. Tal vez, si el recuerdo de sus insultos cortantes y de sus empujones iracundos se desvanecieran como las marcas de sus manos en mis brazos, podría también olvidar todo lo que vino después: la voz aterrada de mi hermano en el teléfono, mi mamá acariciando mis manos fuera del consultorio del forense y el abrazo de mi papá, temblando afuera del distrito policial, prometiendo que nunca más dejaría que algo así me pasará de nuevo. Tal vez, si ese último día de noviembre se extraviara de mi historia, podría dejar de cargar con esta tristeza y culpa en el alma.

Me pregunto ¿qué decisiones propias me llevaron a contraer esta pena que algunos días se siente abrumadora? ¿Cómo podría haber evitado tener que señalar en mi cuerpo dónde llegaron sus puños y dónde clavó sus uñas? Me cuestiono, ¿por qué no dije antes cuán insegura me sentía?

Creo que mi quietud frente a los gritos y sus manos en mi cuello se debía a un detallado recorrido de nuestros primeros días juntos: de la relación que comenzó con un cambio de asiento en un aula, de la tenue luz en la sala de estar en su departamento donde el tiempo parecía detenerse y su susurro en mi oído diciendo que yo era la definición de felicidad. Era sofocante estar consciente de mi amor por él, construido y, al final, aferrado a esos primeros meses, y saber que, cada vez más, era eclipsado por la violencia de su trato.

Los meses siguientes y previos a ese noviembre, intenté encontrar alguna explicación o una solución que me evitara llamar la situación por lo que era y reconocer que yo era una víctima. Entre ensayos, proyectos, clases y evitando estar en silencio, me impedía detenerme a pensar sobre lo que ocurría. Pero ese torbellino de emociones y poca claridad en mi interior era un silencio cada vez más pesado y asfixiante.

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Hoy, mientras escucho mis lágrimas golpear contra el teclado y recuerdo cómo creaba excusas por mi tardanza, para que nadie se diera cuenta de que había pasado horas frente a la parada del bus intentando irme mientras él me forzaba a quedarme a escuchar sus reclamos y se me rompía el corazón, ahora me doy cuenta que pasará mucho tiempo antes de que pueda perdonarme por haberme fallado, por haberme cegado con mis primeros sentimientos, por no haber corrido más rápido, por no haber gritado más alto y por seguir llorando.

En el bombardeo de incentivos a denunciar y de mensajes para el reconocimiento de la violencia, nadie habla del día después de la denuncia: de cómo enfrentar la culpa de escuchar el silencio que en algún momento fue sofocante siendo llenado por los sollozos de tu familia, de la revictimización a la que eres sometida por las preguntas de todo aquel que se entera de lo sucedido.

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Semanas después, alguien me dijo que “la tristeza es inevitable en la vida, pero el sufrimiento opcional”. Creo que por eso, sigo intentando hacer las paces con esa herida y conmigo, y si bien, aún no tengo la valentía de firmar este texto con mi nombre, lo cierto, es que esta es la primera vez que me permito hacer algo más que recordar ese último día de noviembre y eso, hoy, para mí, es suficiente.

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