Cuento

Una Pequeña infiltrada en un Cuento de Hadas

Miró las olas bailar con la luna matutina; observó el agua hacer el amor tiernamente con la arena; contempló el cielo enamorado del mar y; luego se echó a descansar.

Por Mauricio Zárate Gozálvez

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin
Share on whatsapp
Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin
Share on whatsapp
(Fuente: wallasso)

Revisaba su cuaderno, y nada; revisaba sus apuntes, y nada; finalmente volvió a leer los cuentos parecidos, y nada.

Caminando por la aldea, la pequeña sólo pensaba, sólo paseaba…

Debía comprar comida para el almuerzo, pero en ese momento solo quería caminar y observar, de todos modos, no tenía ninguna prisa. Era un domingo extraño, normalmente los elfos aprovechaban este día para descansar de sus aventuras, pero por alguna razón esta vez todos salieron a la aldea ese día; era raro ver a tantos de manera despreocupada y alegre congeniando con duendes y otros habitantes de la aldea.

Mientras la pequeña caminaba, el cuentista la observaba. Siendo su ficción, no entendía cómo ella pudo aparecerse ahí, y cómo podía vivir entre tantos seres mágicos siendo sólo una humana. Temía que ese personaje ocultara algo, no recordaba haberla escrito y no quería pensar que ya no era dueño ni de sus cuentos.

La pequeña caminaba y se antojó una manzana, se acercó a uno de los puestos, vio a la bruja y pensó en lo que siempre le decía su mamá: «hasta comprar manzanas en este loco pueblo es una ruleta rusa, si creen que eres más bonita que ella, te venden manzanas envenenadas…». Vio a la bruja; era hermosa, tenía ojos enormes y de un bello color celeste y labios perfectos; entonces recordó a su hermano, que siempre le decía: «la clave para comprar manzanas a las brujas es hacerles pensar que no eres tan bonita como la bruja que las vende». La pequeña era modesta y siempre creyó que no había problema con ella, pero al parecer le habían vendido manzanas envenenadas siempre que trató de comprarlas, y por eso siempre se las compraba alguien más. Sin embargo, esta vez decidió jugar con el ego de la bruja:

— Buenos días hermosa bruja, mis diminutos ojos no me dejan apreciar buenas manzanas, ¿será posible que usted, con sus hermosos ojos podría ayudarme a elegir? — Dijo la pequeña esperando embaucar a la bruja.

— Nunca entenderé como alguien sin poderes como tú, vive en una aldea fantástica como ésta, pequeña…

— Pues quizás mi magia es justamente ser diferente a todos ustedes hermosa bruja. Pero dime antes que manzanas elijo, antes de verme encandilada con tu belleza… — Prosiguió con su plan la pequeña.

— Es que además, o quizás a pesar, de no tener magia, tu piel canela y tus rasgos son hermosos pequeña; pero por tu interesante, aunque predecible plan, te venderé manzanas en buen estado. Elije de esta cesta.

La pequeña, entre enojada, ruborizada y agradecida eligió dos manzanas verdes del cesto y pagó a la bruja.

Lo más leído

Mientras tanto, el espía cuentista no dejaba de sorprenderse. No entendía cómo un personaje tan común se había escabullido en su cuento fantástico; no entendía cómo los demás seres mágicos la aceptaban sin cuestionarse que no tuviera poderes, viéndolo sólo como una curiosidad. Pero no quiso pensar demasiado porque la podía perder de vista, así que siguió detrás de ella con sigilo y paciencia; dejando sus pensamientos de lado.

La pequeña, por su parte, siguió caminando y explorando la aldea, a tiempo que mordía la manzana con un poco de miedo, pero también con su curiosidad de siempre. Paseaba, pensaba, no pensaba y seguía paseando. Tenía añoranzas de su familia, pero sabía que pronto los vería; así que decidió seguir caminando para no pensar tanto mientras pensaba.

Se moría por ir a la costa, pero sabía que podía esperar, ahora solo quería caminar. Era divertido cómo entre duendes atlánticos, elfos de 200 años, brujas y adivinos; ella era a quien los demás más veían. Tanto por no aparentar poderes, como por ser bonita y delicada; aunque odiaba un poco esto último.

“Casi por costumbre, el cuentista acompañó a la pequeña hasta su casa, despreocupado de que lo descubriera ”

Llegó entonces a su carpa favorita; la de libros y música. Saludó al vendedor, un viejo centauro conocido por ser muy amable como vendedor, pero que con sus seres cercanos era lo contrario.

— Buenos días pequeña, ¿piensas comprar algo hoy?

— Unas partituras quizás, ¿me dejaría observar si tiene algo nuevo?

— Claro que sí, en realidad ya reservé éstas para ti.

La pequeña observó con cuidado las partituras, seleccionó tres de las cuales elegiría una. Al igual que con los libros, temía comprar partituras y no practicarlas nunca y sólo acumularlas, así que decidió ponerse el límite de sólo comprar una partitura una semana y la siguiente un libro. Así tenía al menos dos semanas para aprovecharlos.

«Quizás su magia sea su disciplina» pensó el cuentista que espiaba a lo lejos, casi desesperado por encontrar qué era lo que la hacía especial en su cuento; y cómo había entrado a él.

La pequeña eligió una partitura de un viejo músico llamado Debussy, decidió ignorar los estantes de libros por miedo a enamorarse de uno de ellos y no poder soltarlo, volvió a leer las otras dos partituras para comprarlas en un futuro, pagó al centauro y salió a seguir paseando.

Mientras tanto el cuentista la veía de reojo, la nostalgia de la pequeña se había apaciguado, y la manzana y la partitura habían ayudado a que ahora esté feliz; cosa que por algún motivo le daba tranquilidad. «Quizás en su felicidad muestra algo, quizás salta de alegría y vuela un poco porque en realidad es un hada; o quizás le sale un bello cantar porque en realidad es una sirena». Pensó el cuentista, pero no pasaba nada, si bien la pequeña caminaba más feliz, nada extraordinario ocurría.

La pequeña miró el reloj de arena del pueblo, calculó el tiempo de cocina y decidió que ya podía ir a la costa, así se relajaba un poco, podría estar un tiempo ensimismada con las aguas; y después comprar la comida. Era un domingo sin prisa, así que se aventuró a la costa. Una vez ahí respiró el aire puro del mar, se echó en el lugar más seco que encontró. Miró las olas bailar con la luna matutina; observó el agua hacer el amor tiernamente con la arena; contempló el cielo enamorado del mar y; luego se echó a descansar.

El cuentista estaba en una encrucijada. No había nadie en la playa, y si se aparecía ahí, corría el riesgo de que la pequeña lo vea; no la conocía demasiado, pero sabía que era curiosa. Verlo sólo en un lugar que no frecuentaba nadie, y además mostrarse como estaba, totalmente ordinario le despertaría muchas sospechas y curiosidades. Pero temía perderla de vista. Decidió subir a una pequeña colina detrás de la playa donde se encontraba la pequeña. Si bien apenas podía observar a la pequeña dama; si llegaba a perderla, tenía una vista panorámica magnífica para ver los mercados de la costa, donde seguro la encontraría. Se apoyó en una roca y aprovechó para escribir notas para su siguiente cuento.

El tiempo pasó, la luna matutina fue escondiéndose de a poco, mientras los dos soles empezaban a alumbrar y calentar la costa más intensamente. Fue entonces que la pequeña decidió dejar su breve descanso y meditación para ir a comprar su comida a la costa. Sin prisa, pensó en qué comprar mientras se adentraba a los mercados del puerto. Observó los calamares gigantes, pero recordó que costaban demasiado y nunca los terminaba; escuchó entonces que las sirenas cantaban los productos más populares incitando a los incautos y no tan incautos a comprarles. La pequeña se acercó a la sirena de cabello morado que vendía mejillones; quien adivinó rápidamente qué iba a querer la pequeña; quien sólo repasó los productos para calcular el precio. Luego de cambiar las algas que la sirena ofreció, por unas un poco más grandes, se despidió de la sirena.

El cuentista veía a la pequeña sin comprender cómo una persona así se había infiltrado en su cuento fantástico; cuestionando e incluso indignándose de su presencia. Pero era el escritor del cuento, y debía aprovechar esta mínima ventaja. Así que sacó el cuento de su libreta y escribió: «Al salir del mercado, la pequeña intrusa chocó sin querer con el unicornio aparcado en la puerta, mojándose el cabello y el suéter; un amable duende le ofreció una toalla para secarse y le regaló una blusa para cambiarse. La pequeña se secó la cabeza en una orilla despeinándose por completo; además de ponerse la blusa sobre la camiseta que tenía». El cuentista la siguió y espió con la esperanza de que ella muestre orejas de elfa, cuernos, un tercer ojo, alas de hada o de ángel en su espalda. Pero tras verla no observó nada más que una pequeña de cabello negro sin nada espectacular además que una belleza incandescente.

Casi por costumbre, el cuentista acompañó a la pequeña hasta su casa, despreocupado de que lo descubriera. En un autoengaño evidente concluyó que su normalidad era lo raro en su cuento; y que en una aldea donde todo es mágico, la normalidad era extraordinaria. La observó entrar a su casa, y dio vuelta para volver a escribir más cuentos; pero con la idea que en este cuento lo más difícil para él no fue intentar y arriesgar, sino darse por vencido.

Una vez dentro, la pequeña abrió la ventana, usando el viento como espejo contempló su cabello húmedo así que sacó su varita, fabricó un pequeño tornado para secarlo; encendió el fuego con un movimiento, hizo volar los mejillones y demás frutos marinos para que se cocinen, mientras pensaba en el pobre cuentista, que, entre tantos animales mitológicos, hadas y brujas; no pudo darse cuenta que ella era una Maga.

Lo más leído

Mauricio Zárate Gozalvez es abogado y escritor.

Más artículos relacionados

Más para ti